miércoles, 14 de agosto de 2013

Shlomo Ben-Ami, Las guerras árabes de religión

En todo el mundo árabe está produciéndose ahora una lucha entre dos importantes fuerzas históricas: la religión y el laicismo. Es el tipo de batalla entre César y Dios que Europa tardó siglos en dilucidar. El futuro del Oriente Medio árabe se decidirá en la lucha entre los insurgentes suníes de Siria, apoyados en toda la región por los wahabíes saudíes, patrocinadores del fundamentalismo religioso, y su régimen laico Baas, entre el fundamentalista Hamás y la laica OLP en Palestina y entre la joven oposición laica de Egipto, forjada en las protestas de la plaza Tahrir, y los Hermanos Musulmanes y los radicales salafistas.

Hasta ahora, las rebeliones árabes han confirmado la tesis de que, dada la estructura de la mayoría de las sociedades árabes, el derrocamiento de las autocracias laicas significa automáticamente abrir la puerta a las democracias islámicas. Ya vimos el desarrollo de esa dinámica en Argelia, con la victoria a comienzos del decenio de 1990 del Frente Islámico de Salvación en la primera vuelta de unas elecciones parlamentarias (que provocó la anulación de la segunda vuelta), la victoria electoral de Hamás en Palestina en 2006 y, más recientemente, el ascenso democrático al poder de los Hermanos Musulmanes en Egipto.

Tanto en Argelia como en Egipto, las fuerzas laicas no pudieron frenar el ascenso político del islam, que sólo se pudo interrumpir con la toma del poder por parte del ejército. El golpe militar argelino dio paso posteriormente a una sangrienta guerra civil que se cobró unas 200.000 vidas.
Las consecuencias del golpe egipcio aún no se han materializado. El acceso al poder de la oposición laica subida a un tanque podría alimentar la ira de los islamistas por muchos años. La pérdida por los Hermanos Musulmanes de la confianza en el proceso democrático seria una mala noticia para Egipto y un impulso para Al Qaeda y otros yijadistas que creen que sólo se puede conseguir el poder con sangre y terror.
El concepto de separación de la iglesia y el Estado es ajeno al islam –como indicó la famosa declaración del ex Dirigente Supremo iraní Ayatolá Ruholá Jomeini, “el islam es política o no es nada” – y los islamistas aún no han demostrado ser receptivos al gobierno democrático. De hecho, Mohamed Morsi, el depuesto Presidente de Egipto, sólo puede culpar a sí mismo de su muerte política. Su comportamiento sectario y autoritario polarizó a su país hasta tal punto, que incluso el jefe del ejército, general Abdul Fatah Al Sisi, conocido por sus simpatías islamistas, retiró su apoyo al hombre que lo había nombrado.
Asimismo, la reavivación de la guerra civil chií-suní en el Iraq es en gran medida un reflejo del gobierno sectario del Primer Ministro, Nouri Al Maliki. Tampoco el ascenso al poder de Hamás en Gaza dio paso a un gobierno democrático y no excluyente. Después de haber fracasado en su intento de anular la victoria electoral por medios militares, la OLP acordó con los rivales islamistas un plan de reconciliación nacional, pero ese pacto sigue siendo letra muerta.
En cuanto a Siria, la rebelión contra una de las autocracias más laicas del mundo árabe ha degenerado en una lucha a muerte entre suníes y chiíes que está extendiéndose a otros países de la región. Ahora se ha lanzado una yijad suní contra el régimen Baas y sus aliados chiíes, el Irán y Hezbolá. El vecino Libano, con su feroz división suní-chií, ya está viéndose afectado directamente.
La lucha entre la religión y el Estado en el Magreb es menos violenta, pero, aun así, potencialmente explosiva. Túnez, donde comenzó la “primavera árabe”, está atrapado ahora entre los laicistas y los fundamentalistas religiosos. El partido islamista Ennahda encabeza el gobierno, pero afronta un grave desafío de los salafistas ultraconservadores de Hizb Ut Tahrir.
En Marruecos, el rey Mohamed VI no ocultó su apoyo al golpe egipcio, pero el partido islamista Justicia y Desarrollo, que encabeza su gobierno, lo denunció. De hecho, el Istiqlal, partido laico de centro derecha, abandonó el gobierno a raíz del golpe egipcio y acusó al partido Justicia y Desarrollo, dirigido por el Primer Ministro, Abdelilah Benkirane, de intentar “egiptizar” a Marruecos monopolizando el poder, como hizo Morsi en Egipto.
Incluso en Turquía, país musulmán no árabe que abriga la ambición de conciliar el islam con la democracia, el acuerdo entre el gobierno islamista del Primer Ministro, Recep Tayyip Erdoğan, y la clase media urbana para limitar los intentos oficiales de inmiscuirse en la vida de los laicos y obstaculizar sus usos y costumbres está decayendo. Ahora Erdoğan promete “reconstruir a Turquía” a su autoritaria y religiosa imagen y semejanza.
La marcha árabe hacia la libertad va a ser por fuerza un proceso largo y tortuoso: tal vez la principal prueba geopolítica del siglo XXI. Sin embargo, la batalla entre el laicismo y la religión en el mundo árabe no ha de durar siglos, como ocurrió en Europa, aunque sólo sea porque  las generaciones contemporáneas pueden beneficiarse del largo proceso de progreso social y científico que permitió a Occidente preparar el terreno para la democracia moderna, pero la adaptación de ese legado occidental al mundo árabe contemporáneo, sin por ello dejar de recuperar el propio legado medieval de tolerancia y excelencia científica de los árabes, será difícil.
Es de esperar que los derrotados islamistas de Egipto pasen de la política de la venganza a un proceso de examen de conciencia que propicie el reconocimiento de que la democracia no es un juego de suma cero, en el que el ganador se lo lleva todo. De mantenerse, el “centralismo democrático” leninista que Morsi pareció abrazar sería una provocación permanente que instaría a las nuevas generaciones y sus aliados en el viejo aparato estatal a alzarse, aun al precio de una guerra civil.