“Donde ninguno manda, mandan todos. Donde todos mandan, nadie manda. Es el caos” (Jacobo Benigno Bossuet)
Es de suponer que el presidente del Gobierno, hombre reflexivo y prudente, esté contemplando con preocupación cómo el Estado entra en una dinámica muy próxima al caos, es decir, a la confusión y el desorden. Los aportan, desde luego, las elecciones catalanas de mañana que los líderes independentistas plantean como un plebiscito para iniciar un trayecto de secesión de Cataluña del resto de España. Los ciudadanos deseamos creer que el Gobierno tenga algún plan -además de aplicar la ley- para el abordaje político de la cuestión catalana que es una constante en nuestra historia. Pero no podemos estar seguros de que el Ejecutivo de Rajoy disponga de ideas demasiado claras. Por el contrario, cabe la sospecha de que es precisamente la inacción gubernamental y su propia falta de lucidez las que favorecen el patio de Monipodio en el que se ha convertido el escenario público español.
Cuesta entender cómo el Ministerio del Interior –un coladero, a lo que se ve- consiente que sea un sindicato policial el que difunda el informe fantasma sobre supuestos comportamientos ilegales de Pujol y Mas, un informe sin firma, sin data y confeccionado con retales, inconsistente, pero plataforma para que sobre ella se haya montado un circo en el que han intervenido a su manera, además de policías sindicalistas, un comisario-jefe de la UDEF que ni sabe ni contesta al respecto, un juez instructor que dice no haber solicitado información adicional alguna que se refiera a esos dirigentes nacionalistas y un fiscal que en Cataluña niega la veracidad de escrito de marras y en Madrid su superior jerárquico -el fiscal general del Estado- le desautoriza airadamente. En este cuadro de situación –crítico, no ya por la recesión sino por el desmayo en la conducción de la nave de Estado por los responsables de sus tres poderes- es perfectamente lógico que asistamos mañana a un episodio como el de la pretensión secesionista de Cataluña, coyuntura a la que se ha llegado por la convergencia de la irresponsabilidad del nacionalismo independentista y por la ausencia de políticas cohesivas del Estado en una España que tiende a hacerse el harakiri cuando vienen mal dada
Tampoco parece que en el Ministerio de Justicia su titular –que propone el nombramiento del Fiscal General y al que instruye según su Estatuto orgánico cuando lo entiende necesario-controle mucho mejor que su colega de Interior la situación, sobre todo si al episodio del informe se añade que los jueces –otro poder del Estado- se arremolinan tanto por la Ley de Tasas como por los desahucios, y se plantan ante aquella y suspenden estos, como si la norma fuese de plastilina y quedase su aplicación al albur de sus señorías. Claro que si el presidente del Tribunal Supremo y del Consejo General del Poder Judicial se lanza a opinar contra la reforma laboral, no menos lo hará contra la Ley de Tasas que le parece al muy progresista Gonzalo Moliner “difícilmente explicable”, criterio que choca con la mayoría parlamentaria que la ha aprobado.
Para entender los despropósitos en los que están incurriendo aquellos que –policías, jueces, fiscales y, especialmente, el Gobierno- vienen obligados a salvaguardar la dignidad del Estado, es recomendable la lectura de un ensayo jurídico-moral y filosófico que corre de mano en mano desde hace algunos meses. Se titula “El imperio de la ley. Una visión actual”. Su autor es el catedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad Autónoma de Madrid, Francisco J. Laporta, que tiene un largo itinerario como articulista en medios de comunicación, con tesis polémicas (por ejemplo, sobre el papel de las víctimas del terrorismo en el juego político y electoral), pero al que hay que interpretar desde una perspectiva intelectual y no estrictamente ideológica.
En marzo de 2009 escribió en el diario El País un artículo particularmente afortunado que guardé y que viene ahora como anillo al dedo. Se titulaba La ingravidez de la ley y decía algo tan actual como esto: “Ya se empieza a mirar con incredulidad esa suerte de voluntarismo que exhiben las autoridades ante cualquier atropello de que se tiene noticia, sea un acto de terror, un episodio de corrupción urbanística, un desastre de tráfico o un caso de malos tratos a la mujer. Para todas las calamidades tienen la misma respuesta: sobre los responsables –repiten una y otra vez- caerá todo el peso de la ley. Lo que sucede de unos años a esta parte, es que la ley está perdiendo peso sin que los principales interesados en mantenerla en forma parezcan preocupados por ello. Y al paso que va terminará por pesar tan poco que pueda ser considerada una entidad ingrávida”.
Exactamente eso es lo que ya ha sucedido: la ley es leve, ligera… ingrávida, carece de consistencia, se desprecia y desoye y, como resultado, comienza el caos que como advertía el clérigo e intelectual francés J.B. Bossuet -cuya cita encabeza este artículo- se consuma cuando todos mandan o cuando ninguno lo hace. En España la confusión y el desorden se han producido históricamente cuando las instancias públicas confunden los planos en los que deben actuar. Esto es, cuando ocurre lo que ahora sucede: los policías enjuician a los jueces, los jueces juzgan en la calle a los políticos y legisladores, estos a los tribunales y así sucesivamente. Y mejor, corramos, de momento, un tupido velo sobre los avatares por los que atraviesa la más alta magistratura del Estado que están en coherencia con el paisaje político general.
En este cuadro de situación –crítico, no ya por la recesión sino por el desmayo en la conducción de la nave de Estado por los responsables de sus tres poderes- es perfectamente lógico que asistamos mañana a un episodio como el de la pretensión secesionista de Cataluña, coyuntura a la que se ha llegado por la convergencia de la irresponsabilidad del nacionalismo independentista y por la ausencia de políticas cohesivas del Estado en una España que tiende a hacerse el harakiri cuando vienen mal dadas. Y en la que la ley, efectivamente, es ya ingrávida. No pesa, no se siente, no está presente. O sea, confusión y desorden: el comienzo de nuestro particular caos.