Corría el mes de julio y en los despachos del sector energético español se vivía una actividad frenética. Por fin el gobierno se había decidido a meter mano al llamado ‘déficit de tarifa’ y, cada uno, en la medida de sus posibilidades, trataba de influir en el resultado final de una reforma que ya por aquél entonces olía a mero compendio de medidas fiscales. Como finalmente ha sido.
Los unos, tradicionales acostumbrados a medrar en determinadas estancias de Moncloa, cortejaban a la parte menos renovable del ejecutivo a fin de arrimar el ascua a su sardina. Los otros, ayudados por las fuertes inversiones sectoriales acometidas por fondos extranjeros en España, apelaban al concepto de seguridad jurídica para minimizar el daño.
El trasiego de reuniones era constante.
En ese contexto, fondos estadounidenses de energía e infraestructuras con intereses relevantes en nuestro país, apelaron a su embajador para que tratara de evitar nuevas alteraciones a un modelo de negocio que se había sustentado sobre unos pilares jurídicos, en su opinión, intolerablemente inestables. En efecto: a los cambios tarifarios auspiciados por los socialistas se habían unido restricciones a la libertad de amortización y a la deducibilidad de los gastos financieros de sus Project Finance que complicaban de modo notable su capacidad para subsistir. Ahora, parecía tomar cuerpo una nueva figura tributaria sobre facturación que, de confirmarse, supondría la puntilla a cualquier intento de buscar algo parecido a la viabilidad. Y de ser así, alea jacta est. Bye, piel de toro, adiós.
Con las mismas, el máximo representante diplomático de Estados Unidos en España pidió cita a la Oficina Económica de Presidencia del Gobierno, liderada por Alvaro Nadal, que no tardó en concederla. A partir de ahí, el desastre. Ante el planteamiento de ‘oye, os estáis cavando vuestra propia tumba si queréis atraer inversiones a España’ del estadounidense, una respuesta de todo menos diplomática: ‘en el mundo de los negocios, unas veces se gana y otras se pierde, y esta vez os ha tocado perder’. Así, con un par, sin reflexión alguna sobre la causalidad en el cambio de reglas de juego ni de las implicaciones que esta taxativa respuesta a la primera potencia económica del mundo podría tener.
Es evidente que el estupefacto Alan D. Solomont no tardó en trasladar con preocupación este mensaje tanto a los norteamericanos con exposición a España como a las autoridades USA. El cabreo era sordo y hay hasta quien dice que veladamente amenazó al gobierno con activar la reciprocidad en el trato para las empresas españolas en territorio estadounidense. El sofoco, no obstante, le duró poco: hasta que le contaron que, con casi toda seguridad, no va a ser necesario que mueva ficha. Otros están ya andando el camino por él para evidenciar el 'Spanish problem'.
Y es que España firmó en su día la llamada Carta de la Energía, ese acuerdo entre Estados por mor del cuál las condiciones de inversión en proyectos energéticos no pueden alterarse jurídicamente a la sola voluntad del gobierno del lugar en que se realizan. Puesto que se trata de dispendios multimillonarios, el Convenio busca proteger al que los asume y evitar, sobre todo, procesos confiscatorios. De hecho, si algún inversor extranjero percibe que ha ocurrido tal modificación, puede denunciarlo en cuyo caso se activa un proceso de arbitraje internacional cuyo veredicto es vinculante.
Pues bien, eso ya ha ocurrido con la retroactividad propugnada por Miguel Sebastián para los activos renovables. España ha sido demandada y ha pasado de este modo a ocupar un lugar de privilegio en la lista de naciones bananeras junto con los Georgias, Azerbayanes y Kazhastanes de turno. Qué bien. Un estigma que no es ni mucho menos irrelevante para nuestra percepción internacional como nación y que llega en el peor de los momentos. Leña al fuego ardiendo.
Al calor de la vista previa, que también ha tenido lugar este verano, los reclamantes, fundamentalmente europeos, tienen todas las papeletas para llevarse el gato al agua. El carajal que se puede montar es de aurora boreal. Más aún si se unen los domésticos, que encontrarían un nuevo argumento pseudo-legal para sus reivindicaciones ante el Tribunal Supremo. De ahí que el gobierno esté negociando contra reloj una retirada de la demanda basada en eliminar el recorte previsto de 2013, lo que devolvería 750 millones de euros al maltrecho sector.
Es el coste de las cosas mal hechas. Primero, a la Kicillof, YPF para los argentinos, apostamos por la honra sin barcos. Pero, ah amigo, cuando la estulticia de tal actitud emerge en su plenitud, corremos a tragarnos el orgullo para salvar los muebles. Sin embargo, la propuesta llega tarde. Llegados a este punto, los demandantes lo tienen claro: o todo o nada. Para ellos, el problema no es de forma, de cuantías, sino de fondo, de crédito como estado. De sentirse estafados, en definitiva. Y quieren sangre. Todos los agentes afectados lo saben de sobra, menos aquellos que tienen en sus manos corregir los errores y recuperar la confianza, quod erat demonstrandum.
Eso es lo verdaderamente sustantivo: la incapacidad para comprender la urgente necesidad de crear las condiciones para que la inversión de propios y extraños vuelva a España. Da miedo esa mirada sobre el empresario no como un aliado sino como un enemigo, con un desprecio impropio hasta de la socialdemocracia más rancia. Asusta el uso de la arrogancia como tarjeta de visita y la falta de apreciación de las consecuencias de los actos como norma.
Es verdad, un país no debe ceder como regla general si tiene el convencimiento de que lo que realiza es lo correcto (algo que sería más que discutible en el caso que nos ocupa). Pero, la firmeza no debe ir exenta de la necesaria cintura para salvaguardar relaciones y evitar males mayores, de establecer marcos de cooperación y no de enfrentamiento, de saber sacrificar peones para ganar partidas. Especialmente cuando quien se tiene enfrente es quien es, manda lo que manda y decide lo que decide.
Pero claro, de donde no hay no se puede sacar. Hasta ahora nos preocupaba la torpeza comunicativa exterior, hacia fuera. Ahora ya sabemos que es reflejo de un modo de ejercer el gobierno más propio de monos con bombas que de profesionales responsables. Pero es lo que hay, qué se le va a hacer. Si al menos los ocho años de zapaterismo hubieran servido como triste libro del que aprender qué errores es dramático evitar... Pero ni eso.